No me gusta decidir

Dejo que otros decidan mi camino, el nivel de obscenidad en mis muecas y hasta la marca de mi pasta dental. No me malentiendan, no pretendo –con esto– blanquear mis dientes o mi consciencia, simplemente soy así; mi exnovia –lo mismo que mi madre– me lo ha reprochado y, a decir verdad, no tengo intenciones de cambiar. 

Dejo que otros decidan mi camino y quizás por eso me detengo, me quedo quieto y miro hacia el piso siempre que me hallo frente a alguien en el pasillo del súper o en el andén del metrobus. Me detengo en el punto exacto en que ocurre el incómodo emparentamiento de ojos o zapatos, uno frente a otro, en la horrible simetría del vampiro que se descubre frente al espejo. Por eso no miro directamente a los ojos; exponerme no me produce ningún grado de satisfacción.

Pero si por casualidad miré esos ojos, y por casualidad encontré en ellos algo que creía roto, perdido u olvidado, pienso entonces: Quédate conmigo, por favor quédate conmigo.

A menudo sucede lo contrario: o los ojos se van, o los ojos –de inmediato– se ocultan más que los míos dentro de las geometrías móviles del paisaje, o los ojos se mantienen –solo un poco más– para hacerme ver, para hacerme notar, que no son como los pensaba. Que me equivoqué y que estoy perdidamente solo como otra isla en el mundo.

Una isla tristísima
, pensé.
 

Entonces me pongo a llorar en algo como una orilla y decido –una vez más– renunciar a todo. Incluido este texto. 

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Mi nombre es Sebastián Barriga González. Algunas veces soy Ananías Panaj, otras, el señor Bargasebia. Por las noches, me gusta pensarme com...