Dejo que otros decidan mi camino,
el nivel de obscenidad en mis muecas y hasta la marca de mi pasta dental. No me
malentiendan, no pretendo –con esto– blanquear mis dientes o mi consciencia,
simplemente soy así;
mi exnovia –lo mismo que mi madre– me lo ha reprochado y, a decir verdad, no
tengo intenciones de cambiar.
Dejo que otros
decidan mi camino y quizás por eso me detengo, me quedo quieto y miro hacia el
piso siempre que me hallo frente a alguien en el pasillo del súper o en el
andén del metrobus. Me detengo en el punto exacto en que ocurre el incómodo
emparentamiento de ojos o zapatos, uno frente a otro, en la horrible simetría del vampiro que
se descubre frente al espejo. Por eso no miro directamente a los ojos;
exponerme no me produce ningún grado de satisfacción.
Pero si por
casualidad miré esos ojos, y por casualidad encontré en ellos algo que creía
roto, perdido u olvidado, pienso entonces: Quédate conmigo, por favor
quédate conmigo.
A menudo sucede
lo contrario: o los ojos se van, o los ojos –de inmediato– se ocultan más que
los míos dentro de las geometrías móviles del paisaje, o los ojos se mantienen
–solo un poco más– para hacerme ver, para hacerme notar, que no son como los
pensaba. Que me equivoqué y que estoy perdidamente solo como otra isla en el mundo.
Una isla tristísima, pensé.
Entonces me
pongo a llorar en algo como una orilla y decido –una vez más– renunciar a
todo. Incluido este texto.